lunes, 22 de febrero de 2010

AREQUIPA-CHIVAY-VALLE DEL COLCA - Parte II

Miércoles, 19/08/2009
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La pendiente de la carretera sigue haciendo que ganemos altura. Pasamos cerca de una cementera que Juan Pablo nos presenta como la más grande del país, pertenece a la empresa Yura. Nacho dispone de un reloj con GPS así que nos entretenemos viendo como varía la altitud en el aparato, superamos los 3.500 metros y nos mantenemos entre 3.500 y 4.000 mientras atravesamos la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca. En la lejanía emerge una cima nevada que Juan Pablo nos identifica como el Ampato, lugar dónde se encontró a Juanita, momia originada y conservada por el hielo de las cumbres, perteneciente a una muchacha adolescente del imperio inca, que fue sacrificada aproximadamente en el año 1500. Sus restos se conservan actualmente en una cámara frigorífica en el Museo de los Santuarios Andinos en Arequipa. Su nombre, “Juanita”, deriva del de su descubridor, Johan Reinhard.
Una vez superado el cartel que indica que hemos entrado en la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca se pueden apreciar grupos de alpacas y llamas domesticadas.
El microbús para en una larga recta que se pierde en el horizonte del altiplano y echamos pie a tierra. Un grupo de vicuñas pasta plácidamente no muy lejos de la carretera. Son animales protegidos por las comunidades locales, y un grupo de 2.000 unidades deambula en libertad por los territorios de la reserva. Juan Pablo nos explica que una vez al año la gente que habita la Reserva celebra una fiesta que tiene como eje el esquilado de estos animales. Las personas se juntan formando grandes círculos encerrando en su interior a los grupos de vicuñas: de esta forma las capturan, las esquilan y luego son devueltas a la libertad. La lana de vicuña es una materia prima muy apreciada y la más cara de los camélidos peruanos: por un kilo de lana de este animal se llegan a pagar 400 $ (285 €). De cada ejemplar se obtienen anualmente 200 exiguos gramos de lana. Los beneficios son para la gente de las comunidades de la Reserva que durante todo el año se esmeran en cuidar y proteger a los animales.
Después de casi dos horas de camino llegamos al peaje, donde la carretera se bifurca y se dirige hacia a Chivay o Puno. Nos dirigimos al primer destino. Hacemos una parada técnica para tomar otro mate de coca y poder ir al baño. Compramos agua; para evitar posibles problemas por la altura hay que beber mucho líquido; y asegurarse de que se expulsa. Si no ser orina con frecuencia es un síntoma inequívoco de que la aclimatación no está siendo la adecuada. En el aparcamiento multitud de vendedores ofrecen sus productos; las prendas de lana empiezan a tomar protagonismo.
A partir de este punto la carretera se convierte en una especie de tortura, su estado es lamentable y el firme se presenta en muchas zonas descarnado y bacheado. Atravesamos el altiplano. El paisaje carece de árboles y bosques; en su lugar planicies de increíble extensión que constituyen la llamada puna. Se trata de una región extrema e inhabitable que se ubica a más de 3.800 metros. Su relieve es mayormente plano, con grandes planicies o pampas coronadas por escarpadas cordilleras. Es en estas últimas donde se ubican los glaciares y nevados, imponentes moles de hielo y nieve que a menudo sobrepasan los 6.000 metros de altura. Allí abundan las lagunas color esmeralda, los grandes salares, y se forman gran parte de los ríos que recorren el país. La puna es, ante todo, una tierra de extremos. Un lugar donde las inclemencias del clima y la escasez de oxígeno han limitado el desarrollo de la vida, y donde sólo algunas criaturas especialmente adaptadas han logrado sobrevivir soportando el frío y aprovechando los pocos recursos que el medio les provee. Este es el reino del majestuoso cóndor andino y las esbeltas “parihuanas” o flamencos andinos; de las gráciles vicuñas y el poderoso puma; de las juguetonas “vizcachas”, roedores emparentados con los conejos, y la bella taruca, el ciervo más grande de los Andes. 
Detenemos nuestra marcha un par de veces para contemplar con detenimiento grupos de camélidos domesticados (alpacas y llamas) y también para poder apreciar los humedales que suministran agua para consumo humano en Arequipa y constituyen un elemento imprescindible en los riegos de los cultivos de su campiña. Los paisajes son espectaculares y nos dejan boquiabiertos. Hemos pasado de la aridez desértica de los primeros días a estos altiplanos situados a más de 4.000 metros.
Juan Pablo nos señala unos cactus, típicos de la zona, llamados Sancayo. Con su flor se elabora el Colca Sour, que trata de rivaliza con el cocktail nacional por excelencia y que ya hemos tenido ocasión de probar, el Pisco Sour. Entre planicies y montañas seguimos incrementando la altitud por la que discurrimos. Otra parada más. En esta ocasión para observar un glaciar, que en cuestión de semanas se derretirá. Al bajar del microbús es cuando empezamos a tomar conciencia de los 4.600 metros, cota a la que nos encontramos. Isabel se encuentra ligeramente mareada y con dolor de cabeza, ni siquiera baja del bus a tocar el hielo y fotografiarse con él; el guía le ofrece un poco de alcohol etílico para que se lo frote en las manos y lo inhale buscando contrarrestar el mareo originado por el mal de altura. El resto, parece que nos movemos a cámara lenta. Jadeamos ante cualquier pequeño esfuerzo (andar rápido aquí se considera un esfuerzo sobrenatural) y cuando uno se agacha a la hora de posar para las fotos, se levanta medio mareado. Y todavía hay que seguir ascendiendo.
El mirador de Patapampa, o también llamado mirador de los Andes o de los volcanes se encuentra a 4.910 metros de altitud; es el punto más alto en el que estaremos en el tour. Permite una panorámica completa de las cumbres nevadas. Al poner en pie en tierra, nos lo tomamos con tranquilidad. Movimientos lentos y esfuerzos medidos. En algunas rocas, rótulos pintados señalan los volcanes más importantes que se divisan en el horizonte y su altura. El viento sopla con fuerza. El cielo completamente despejado, su color azul, intenso y limpio. Toda la zona está plagada de pequeños montículos de piedras (llamadas “apachetas”), apiladas por visitantes y turistas como ofrenda para poder seguir el viaje y apartar las desgracias de su camino.

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