lunes, 22 de febrero de 2010

HUACACHINA-ICA-NAZCA - Parte II

Lunes, 17/08/2009
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El buggie, cuya estructura tubular está pintada de color verde, dispone de ocho plazas, repartidas en tres filas; 3 asientos en la delantera (incluido en conductor), 3 más en la fila central y 2 plazas en la fila posterior. Nos acomodamos; Cristina y Alberto en la parte delantera junto a Rufino, Oscar y Nacho en la fila central dejando el hueco del medio vacío, Isabel y yo en la parte posterior. Al comenzar a amarrarte a los tres cinturones de seguridad de cada asiento la sensación es que nos estamos preparando para un paseo en la montaña rusa. Rufino arranca haciendo rugir y petardear el motor. Circulamos por carretera asfaltada un pequeño tramo que rodea la laguna. Tomamos un camino de tierra y nos detenemos para pagar la tasa de acceso al desierto para “coches tubulares” como llaman a los buggies, una tasa para sacar dinero a los turistas, claro. Nos toca pagar 3,55 S/. a cada uno (0,85 €).
La bruma se ha desvanecido completamente, pero todavía una masa compacta de nubes grises cubre el cielo y no deja pasar el sol. Al entrar en el desierto, perdemos de vista la laguna y construcciones aledañas y la visión se convierte en un mar de arena y dunas. Rufino comienza a acelerar el buggie y sigue las rodadas en el suelo que marcan las pistas por las que transitar. Sube, baja, hace giros y contragiros subiendo por pendientes empinadas, se suspende en el borde de un montículo y dejar caer el vehículo al vacío. Cuando acelera a fondo el viento nos golpea en la cara con fuerza dificultando incluso que podamos abrir los ojos con normalidad, esto nos obliga a usar gafas para protegernos.
Paramos sobre una gran duna. 360 º a nuestro alrededor sólo arena…y más arena. Comentamos a Rufino lo difícil que nos parece orientarse en un lugar de este tipo, sin referencias. Nos tomamos fotografías a los mandos del buggie, sobre él y con el desierto de fondo. Y seguimos con lo divertido, más rally con el coche entre las dunas. En ocasiones subimos una pendiente sin ver más allá del horizonte, sin saber a ciencia cierta que nos espera después de esa línea. La misma sensación que al llegar a lo alto de una montaña rusa y sentir el desplome del estómago cuando empiezas a bajar y a caer. Así nos sentíamos al llegar al límite de las dunas y precipitarse el coche por el vacío sobre pendientes muy, muy pronunciadas. La parte trasera, sobre la que viajamos Isabel y yo, levita sobre los amortiguadores así que uno se puede hacer a la idea de los botes que sufren las posaderas del que viaja en estas plazas. Uno va tensionado constantemente aferrado con las manos a la barra delantera y sintiendo el culo en el aire a cada rebote fuerte contra el terreno.

Y después de un rato, comienza la segunda parte. Rufino detiene el buggie en la parte alta de una duna. Saca las tablas para practicar sandboard de la parte trasera del vehículo, las encera y nos invita a lanzarnos. Nacho intenta lanzarse de pie, pero para hacerlo con pericia es necesario cogerle el truco y eso puede llevar varias horas; no es lo mismo que deslizarse sobre nieve. Después y alternativamente nos vamos lanzando todos, tumbados sobre la tabla, boca arriba y con la cabeza al frente. Hay que levantar las rodillas y los pies para evitar que se claven en la arena y actúen a modo de freno, doblar bien los codos apoyándolos sobre la tabla y mantener el equilibrio para no volcar hacia ninguno de los dos lados.
Rufino nos recoge con el buggie en la parte baja de la duna, echamos las tablas en el portabultos y al siguiente nivel. Nueva duna, más grande que la anterior. Más pericia en cada intento. Repetimos la operación media docena de veces incrementando la dificultad: dunas más altas, pendientes más inclinadas, y mayor longitud a recorrer sobre la tabla. Las últimas cortan la respiración, ¡son casi paredes verticales!. Isabel que en un principio, era la que más temor y respeto mostraba hacia las tablas, se convierte en el misil más veloz del grupo y la que recorre mayores distancias cabalgando sobre la tabla; supongo que será cosa del rozamiento, a menor peso, menos fricción, más velocidad, más metros recorridos.

El sol encuentra resquicios entre las nubes por los que colarse y hacer llegar su radiación hasta el terreno. Rufino nos conduce hasta un oasis en el medio del desierto. Fue mandado construir hace años por el ex presidente Fujimori. Un camino empedrado marca el camino a seguir hasta él. En su día fue un vergel de frescor que rodeaba una residencia para el que fuera máximo dirigente peruano. Hoy en día, está abandonado, aunque sigue siendo más que llamativo contemplar el verdor de la vegetación, como si fuera una mancha difusa en la arena del tórrido desierto. Fotos de rigor en el oasis y vuelta a la laguna, notando de nuevo el azote del viento en el rostro, y botando otro rato con los glúteos golpeando en los asientos a cada bote. Al llegar a la laguna paramos para sacar una panorámica completa de ella. Salimos del desierto parando a recoger la vuelta de la tasa de acceso, que nos debía la señora encargada del trámite. Ya en el hotel, nos despedimos de Rufino dándole una generosa propina por la excursión. Al final ha durado 1 hora y 45 minutos (15 más de lo previsto y contratado).

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